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Historia, Leyendas y Tradiciones.
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Por los Picos de Europa. MONOGRAFIA POR EL CONDE DE SAINT-SAUD
Traducción, prólogo, capítulo final y notas de José Antonio Odriozola Calvo - Ayalga/ediciones (Salinas, Asturias)
PERSIGUIENDO UNA MONTAÑA 5-7 Agosto 1.892 (Relata esta primera parte Paul Labrouche)
"Nos vamos hacia el Espigüete. ¿Donde esta el Espigüete? En alguna parte, muy lejos, al sur, en una región desconocida, a la que llevan desconocidos caminos.
No hay mapa de la provincia de León y la cima, que se divisa allá abajo, entre azuladas montañas, se alza sobre alguna perdida meseta.
Esta partida hacia el enigmático Espigüete pone a prueba nuestra paciencia, que ya debería estar habituada, pero que no lo esta.
Nos han fallado definitivamente los caballos y los hombres de Espinama. Vicentón y su pollina están al acecho ante nuestra puerta, pese a que hemos rehusado el contratarlos. Esperamos una recua de jumentos que hemos enviado a buscar al monte.
Llegan, por fin, conducidos por un joven aldeano que responde al volteriano nombre de Cándido, pero que de ello solo tiene el nombre.
Es un mozo regordete, tan ancho que parece un miriñaque. No habla apenas, o mejor, no habla absolutamente nada. Dispone de caballos, aunque ni que decir tiene que sin sillas ni bridas, pero se los podrá cargar. Hay mucha carga y, si los viajeros montan, no quedan caballerías para el equipaje. O sea, que Vicentón ve recompensada su tenacidad y la pollina recibe una aplastante carga de bultos.
¿Cuantas horas han transcurrido desde los primeros preparativos? Este cálculo no puede hacerse jamás en España. El único motivo de asombro no debe ser el retraso, si no el que se pueda echar a andar. Porque lo singular es que se termine por estar preparado en este país del dejar hacer, donde la calma de las personas esta en razón inversa de nuestra propia prisa.
El grupo se pone, por fin, en marcha atravesando Valdeón, cruzando Posada, desierta y Santa Marina, donde nos detenemos un instante ante su iglesia, edificada sobre una alta terraza.
Con gran pureza de líneas, sin sombra alguna, el Macizo Central recorta sus grises torres sobre el azul ardiente del cielo. La calle de Santa Marina esta ocupada por un carro que intercepta el paso.
Saint-Saud quiere avanzar, el carro tiene la misma intención, pero en sentido contrario, y este naciente conflicto acaba siendo seriamente perjudicial para una pierna muy querida.
La dolorosa rozadura no dejara de inquietarnos, pero felizmente no tendrá mayores consecuencias.
En el descarnado collado de Pandetrave aflora la tierra roja, revestida de cortos escobales. Pasamos ya hacia Castilla, hacia las tierras secas. Al fondo, a lo lejos, a enorme distancia, emerge una cresta gris, aislada. Es el Espigüete, la bella desconocida que buscamos. Es muy alto, muy áspero y vemos blanquear la nieve en sus laderas.
Por un triste desfiladero, en el que brotan regatos sobre los tibios esquistos, descendemos hacia Portilla de la Reina, entre arbustos cada vez mas espaciados sobre ralas praderías.
-¿Donde esta Portilla?
-Muy cerca, nos dicen.
Pero este muy cerca es un "muy cerca" castellano.
A cada revuelta del monótono camino esperamos divisar la aldea, pero solo aparece otra revuelta.
Tanto va el cántaro a la fuente que al fin las curvas se acaban y aparece Portilla con su horrible, innoble y maloliente posada.
Nos amontonamos en un reducido espacio que por toda ventilación tiene un ventanuco de calabozo.
Todo falta, sabanas, cubiertos y comida. Las gentes como de costumbre, son lentas. Y, aunque es la hora de comer, dos horas después aun hubiéramos estado en Portilla si François no hubiera hecho las veces de pinche de cocina. Comemos lo que podemos, suplementando con nuestras conservas, mientras que nuestros inquietos ojos vigilan la impedimenta, esparcida por la plaza ante la posada, a merced de los transeúntes, sin que nadie, ni posaderos ni nuestros hombres, se ocupen de ella.
La aldea esta edificada en una garganta, aplastada entre enormes rocas verdosas, cuyas estrías se retuercen en mil direcciones y se concorvan en ángulos que perfilan las mas extraordinarias figuras.
Nos dicen que hasta Valverde, nuestro proyectado fin de etapa, hay tres horas de marcha.
El camino continúa, desolado y sombrío, entre campos de raquítico centeno.
Pasado el puente de Bayones la garganta se ensancha, el valle verdea y las aldeas se dispersan en tierras mas fecundas. En Barniedo, un puente de grandes arcos nos lleva a la orilla izquierda y cabalgamos, cabalgamos siempre, preguntando de vez en cuando a la gente si nos falta mucho.
La tarde cae, y una maravillosa aparición se nos muestra al doblar una curva: ante nosotros se alza una escarpada cadena, de aguzados coronamientos, de aspecto totalmente distinto al del terreno por el que venimos. Esta cadena, iluminada por el Sol poniente, es luminosa y azul, de un azul tierno, muy suave, como los azules de Arabia, o como esos azules de calidos decorados que parecen cielos griegos.
A nuestros pies un puente de piedra conduce a Villafrea (sic), cuyos rojos tejados brillan también. Y, en primer plano, dorados campos de trigo tiñen de amarillo la llanura. Tiene mucho de ideal el fondo de este cuadro, a esta hora y con estas suaves tonalidades.
Giramos brusca y decididamente hacia el sur: se nos va a hacer de noche y Valverde no tiene trazas de aparecer. Sin embargo hace ya tres horas y media que caminamos. Vemos venir a un clérigo bajito, rozagante y amable. Le detenemos.
-¿Cuánto tiempo nos falta aun hasta Valverde?
-Si se dan prisa, llegaran en dos horas y media.
Las bromas eternas de las leguas. Siempre hay una legua entre pueblo y pueblo en España. Entre Portilla a Valdeón no hay mas que dos aldeas, por tanto tiene que distar tres leguas, o sea tres horas de camino entre aquellos. Pero, tras tres horas de marcha forzada, nos dicen que aun quedan otras tres, o sea, justo el doble.
Giramos otra vez, ahora hacia el Este. Delante de nosotros, azul bajo las ultimas luces del día, se alza el Espigüete, al que venimos contorneando a distancia.
-¿Qué será de nosotros? Nuestra gente esta intranquila.
Cándido tiene una rozadura en un pie y cojea aparatosamente. Se le opera quitándole un inoportuno guijarro de regular tamaño.
François encuentra que la jornada es larga y los demás pensamos que no es corta. El camino se convierte en un lodazal y acaba siendo un canal por donde transitar a caballo es casi tan difícil como hacerlo a pie y los chapoteos son a veces verdaderas inmersiones. El herido ha montado en un caballo y nosotros nos relevamos sobre el otro, mientras que el peatón salta de piedra en piedra o se hunde valerosamente en el agua.
Las chimeneas de Siero de Villafrea (sic) ahuman en el fondo del valle y cae la noche. Buscamos alojamiento. Vicentón se jacta de conocer a todo el mundo pero, según su costumbre, miente como un bellaco. La tropa hace alto en la plaza del pueblo y Saint- Saud se constituye en delegación para ir a pedir asilo al cura. Este se excusa por tener la casa llena. Nos trata con mediocre cortesía. Deambulamos confusos por la oscura aldea mendigando hospitalidad, como sea, para los "ingenieros".
Encontramos, por fin, una casa que nos acoja: es la del Señor Rafael, cuñado del cura fallecido. No hay que insistir sobre este punto: es la formula. Rafael es el cuñado del cura fallecido. ¿Donde, cuando, como?
Eso ya lo sabremos. El cuñado del cura que ha fallecido esta tomando su sopa y nos recibe muy mal.
Es evidente que nuestra presencia le molesta de modo ostensible. Este hombre, desabrido y huraño, dice que no a casi todo diciendo que si. Continúa tomando su sopa y parece que le importamos un rábano. Permanecemos silenciosos, gruñendo por lo bajo, muy descontentos de este fracaso a medio camino, engañados por el posadero de Portilla, engañados por Vicentón y engañados sobre todo por la absoluta ausencia del sentido de las distancias, que es la plaga de este país.
Sin embargo, poco a poco, y ayudados por el cansancio de todos, acabamos por entendernos. Nuestras acciones experimentan un ligero alza cuando se enteran que venimos de casa del cura de Soto, que era amigo del cura fallecido. La dueña comienza a preparar nuestra cena.
Las gentes se acercan a nosotros. El barómetro las llena de admiración, Pero la admiración sube de punto, no alcanza límites y nos convertimos en héroes festejados cuando Labrouche hace sonar su reloj de repetición. Sonar, resonar, trisonar, hasta casi hacer saltar el muelle. El precioso talismán es un éxito sin precedentes, es la atracción de la feria.
¡Oh, Sésamo, donde has ido a esconderte!
La cena será buena, las camas limpias y estarán preparadas tras una espera no demasiado larga para España. En la habitación, grandes anuncios de compañías marítimas cubren las paredes. Uno de los hijos de la casa esta empleado en el gobierno civil de León y Rafael es el agente de inmigración.
¡Estamos en la civilización! Y ni siquiera hay chinches.
No tenemos agua para lavarnos, ni jofaina, ni toalla. A fin de cuentas algo deja que desear la civilización en Siero.
Este "a fin de cuentas" resulta por otra parte bastante o7 3 caro. Sin duda nuestros caballos han devorado todo un pajar, a juzgar por la factura. Es cierto que el heno es caro.
Desayunamos chocolate, un exquisito chocolate que es el mejor de los manjares españoles.
Se reúnen nuestros hombres, que cenaron bien que mal en la posada y luego roncaron a gusto en el pajar, ya que en la posada no había suficientes camas.
Nos despedimos de nuestros anfitriones y proseguimos la eterna caminata hacia Valverde. Vemos un carro averiado. Los bueyes, desuncidos, pastan en una loma. No se ve carretero. Cruzamos un pequeño collado y encontramos una comitiva. Una mujer a caballo, elegante, pasa de largo saludando con gracia.
El Espigüete sigue estando allí, muy próximo, y Valverde de la Sierra se extiende por fin sobre esta meseta, que da la doble impresión de tierra quemada y fría, siempre común en las altas llanuras castellanas.
Estamos a 1.600 metros. Valverde posee una serie de cosas apreciables: una posada mas o menos aceptable, un torrente que trae agua, casas incendiadas que no se reconstruyen y un capitán de artillería retirado, que es objeto raro y precioso.
Trabamos conversación primero con el capitán, que nos suministra una serie de informes, entre los que los negativos son sin duda exactos, pero los positivos irán a procurarnos no pocas extrañas sorpresas.
Una primera comprobación es que Valverde esta totalmente desprovista de "caballería". Jamás hubo mulos y de momento no hay ni caballos ni jumentos. Esto trae consigo la primera tormenta porque Vicentón y Cándido solo han sido contratados hasta Valverde y nos dicen que se vuelven a casa.
¡Bonita situación! Perdidos en plena Castilla, con enorme impedimenta, con guías y porteadores que desertan, por otra parte con derecho indiscutible. Tenemos que ser obsequiosos. Prometemos "abrir la mano", paga superior, y así conservamos nuestros hombres.
La mujer y la hija del capitán pasan de vuelta del baño. ¡Algo extraordinario, el saber que las españolas se bañan en agua fría, en las altas mesetas! Saint-Saud, pese a ser viejo andarín por los caminos de los pirineos meridionales nunca vio cosa igual.
Buscamos sin éxito un guía. Volvemos a la carga. Callejeamos bajo el sol ardiente, cerca del regato bordeado por sauces por el que corre el agua clara del Espigüete.
Por fin esta preparada la comida, y hasta aparece nuestro hombre. Perdemos dos horas y media en palabrería, lo que no esta nada mal.
¡Cargamos! Alguien se da cuenta de que no tenemos cerillas. La mujer del capitán es la estanquera. Corremos al estanco: está totalmente vacío. No hay ni cigarros ni cerillas. Es un estanco intermitente.
¿Que hacer? El capitán y el posadero nos ceden algunas cerillas y el grupo se pone en marcha.
Las segadoras pueblan los campos y preguntamos a unas bonitas muchachas si quieren subir con nosotros allá arriba. Y esta broma de leguleyos felices hace redoblar las carcajadas y nos vale un pequeño éxito.
Rebasamos la zona cultivada y nos elevamos entre pendientes de escobales por senderos cada vez mas empinados. Nuestros animales lo pasan mal en la última rampa. Hacemos alto en una fuente en la que nuestros guías no se aprovisionan de agua por que dicen que hay otra mas arriba, lo cual no es cierto.
Las convenciones están hechas para ser violadas, y los guías declaran que no se puede pasar una noche en la cima del Espigüete por que nos fulminaran los rayos o nos llevara el viento, y que ellos no suben. Segunda tempestad. Insistimos, amenazamos, vociferamos. Sin éxito.
Y la desesperación nos hace tomar la decisión de las grandes ocasiones: declarar que nadie cobrara si no cumple lo pactado.
Esta ducha refresca el calor de las negativas. Se seleccionan los bultos y se reparten las cargas. Abandonamos las monturas a su aire y el grupo se pone en marcha.
Nuestro guía de Valverde, Tomás, quiere hacernos perder altura desde el pie de una loma. Nosotros cometemos el error de querer avanzar flanqueando y nos vemos muy pronto atascados en un caos formidable, en dislocación rugosa de enormes piedras, en toda una montaña desprendida de lo alto, como solo hemos visto en Carlitte.
Esta travesía no acaba nunca. Nos desespera y enloquece porque es muy peligrosa y allí es fácil dar un mal paso en las grietas entre las rocas, cuya profundidad puede llegar a tres o cuatro metros.
Pero llegamos al final, quejumbrosos y doloridos, y atacamos la montaña.
Esta cresta del Espigüete tiene aspecto grandioso y severo, proyectando su aislada masa a través de los esquistos. La muralla se alza escarpada, por todos lados, sin acceso aparente.
Pero un largo nevero, del que se dice que no se funde jamás, desciende hasta muy abajo al norte y abre una posibilidad. Le remontamos en una hora y alcanzamos las interminables pendientes de roca, por las que llegamos a la cima tras fatigante monotonía.
¿Pero esta solo François con nosotros? Cándido, pasado el nevero, ha abandonado la carga y regresado junto a las caballerías. Vicente y Tomás suben con sabia lentitud. Por fin nos reunimos en la cima y todo es perfecto en el mejor de los mundos.
Se come con ruidoso alborozo y esta tarde tan tumultuosa nos ha agitado tanto a todos que los ronquidos están a punto de volcar la tienda, pese al anclaje especial de François, que ha atado el techo de lona con treinta metros de cuerda a las piedras mas gruesas de la cima."
(Hasta aquí el relato de Labrouche. Es ahora Saint-Saud quien toma la pluma para dar su versión de los hechos)
"El Espigüete es una montaña situada no lejos del limite entre las provincias de León y Palencia.
Ya hace dos días, desde que salimos de Valdeón, que andamos a la búsqueda de esta alta cima, señal geodésica de primer orden.
El vecindario en pleno de Valverde de la Sierra se dedica hoy a la recolección. Las doradas espigas se alinean sobre los redondeados surcos y las cabezas emergen, sonrientes, de los trigales.
Todo el mundo charla, nos interpela, goza de la vida rustica y amontona alegremente los haces, cuyo grano será el pan para el invierno.
¿Pues no hay entre las segadoras una que se caso ayer? Hace el viaje de bodas en la recolección, entre las risas de las jóvenes, y las chanzas de los mozos.
Sobre la loma en que acaban los caminos hace un viento glacial, que hace oscilar las matas, perturba a los animales y, sobre todo, preocupa a nuestros hombres.
Se decide abandonar toda la carga inútil y solo subiremos a la cima del Espigüete nuestro material de acampada y víveres para una noche.
Ya hace mucho que Labrouche y yo hemos llegado a lo mas alto, cuando el convoy de porteadores aparece sobre la cresta, jadeante y extenuado. Se monta la tienda adosándola a la torre geodésica.
Y mientras el Sol se oculta en violáceo crepúsculo y los tres macizos de los Picos de Europa se difuminan en una luz tenue y difusa, festejamos gozosamente este heroico campamento. Vicentón da rienda suelta a sus divertidas expresiones, salta, baila, quiere abrazar a todo el mundo. Cuenta leyendas de brujas e historias para dormirse de pie hasta que, de común acuerdo, decidimos dormir acostados.
Labrouche ha huido de los roncadores y duerme al pie de la torre geodésica en su saco de piel de carnero, cuando el alba blanquea el inmenso horizonte del Espigüete. Saint-Saud, a través de los prismáticos, admira la inmensa perspectiva que ante el se despliega. Se divisan un cuarto de la península y todos los pirineos.
Cuando comienza a amanecer, y durante un instante, un instante muy corto, aparece en las lentes de aumento de los prismáticos una inmensa sombra chinesca: es la inextricable línea dentada del perfil de los pirineos en su vertiente Sur.
El sol asciende e ilumina la llanura de Castilla, que se extiende por espacio de cientos de leguas alrededor de nuestros pies.
Muy hacia el Sur surgen cadenas perdidas que solo se distinguen gracias a los prismáticos y cuya pálida silueta se pierde en la extrema lejanía.
Ciudades y aldeas salpican de puntos blancos la amarillenta meseta. Y, a través de este país abrasado, los torrentes lanzan brillantes reflejos.
Los Picos de Europa, que tenemos que triangular desde el Espigüete, y esta es la razón de su ascensión, se alzan rosáceos y recortados con sus siluetadas peñas como colgadas del cielo, protuberantes como espárragos, y apretados como las lanzas de un antiguo cuadro. Se van iluminando poco a poco y, a través de la vallonada de Aliva, una línea azulada autoriza a pensar en el mar.
Hacia el Oeste, un inmenso cono de sombras parece querer llegar hasta Galicia: es la sombra del Espigüete que se repliega de minuto en minuto, acercándose a nosotros con increíble velocidad, a medida que el sol asciende.
A lo lejos Riaño, la cabeza de partido, esconde sus casas diseminadas por la llanura bien regada, a la que dan sombra los chopos. En Valverde, a mil metros por debajo de nosotros, las gentes despiertan las dormidas calles.
Es domingo y las campanas voltean, tañendo en todas las aldeas. Sus argentinos sonidos ascienden alegres en el cielo claro y, fenómeno curioso, estas nieblas villanas que desde hace ocho días se arremolinan a nuestro alrededor aparecen, por ultima vez, rechazadas por el viento de los Picos de Europa. Se rompen y dislocan en islotes prestas a morir entre los altos valles leoneses.
Mientras trabajamos, nuestros hombres van a estudiar un paso que parece corto y fácil por la muralla sur. Nos traen nieve, pues padecemos de falta de agua. También andamos escasos de pan, ya que se lo dejamos a Cándido con el pretexto de que pesaba mucho; Cándido se regala y nosotros pasamos hambre.
Tomamos decisiones: Tomás bajara por el camino de la subida con parte de la carga, se reunirá con las caballerías y, circunvalando la montaña, nos esperara en la vertiente sur, por la que se ha descubierto una cómoda bajada. Nuestro guía se va, pero es prodigioso el número de horas que le lleva hacer este trayecto.
Su cálculo no puede ser posible, a menos que todos nuestros relojes se hubiesen parado. Asistimos a los eternos parloteos entre Cándido y Tomás. Los vemos perderse en discusiones sin fin ni fundamento, ante la furiosa impaciencia de quienes, como nosotros, se consumen, tienen prisa, y ya no pueden más.
Reúnen, por fin, las caballerías cerca de pequeñas espesuras de brezos y, levantando el camopo, saludamos por ultima vez a los tres reinos de Castilla, León y Asturias que dominan el Espigüete.
El descenso es fácil, por traviesas que Tomás consideraba inaccesibles. Al llegar al pie de los escarpes, extraña sorpresa: aparecen los caballos en la cresta de enfrente, a la que llegaremos enseguida. Entre descargar, vuelta a cargar, comida y palabras, transcurren tres cuartos de hora. Rezongamos. Una hora mas tarde llegamos a Cardaño de abajo.
NOTAS: El guía de Valverde se llamaba Tomás Casado-Casquero.
Vicenton Marcos era de Soto de Valdeón.
Según croquis de los autores, el puente Bayones debe corresponder a un puente sobre el río Guspiada.
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